En la década de los noventa del siglo pasado, Medellín se destacó en el escenario mundial por ser la ciudad con mayor número de asesinatos. Con una población de dos millones de habitantes y con más de seis mil asesinatos al año, las palabras narcotráfico, inseguridad, corrupción y Pablo Escobar eran el referente obligatorio universal en el imaginario de los ciudadanos del mundo.
En nuestra ciudad era factor de supervivencia el no ubicarse junto a un policía, un CAI (estación pequeña de la fuerza pública) o un vehículo policial: Pablo Escobar pagaba cuatro mil dólares por cada uniformado asesinado.
Los atentados terroristas con carrobombas eran frecuentes y eran comúnmente dirigidos a la población de manera indiscriminada. El Estado colapsó, se deslegitimó. Los gobernantes no tuvieron la altura suficiente para enfrentar las circunstancias. Se generó un para-Estado que, desde la delincuencia, vendía “seguridad”, “cobro de cuentas”, y que fragmentó el territorio de la ciudad. A la ciudadanía no le era permitido trasladarse de un barrio a otro ni reunirse en las calles, a riesgo de ser asesinada. Había mucho temor.
Las organizaciones sociales, y especialmente las de carácter cultural, respondieron de manera espontánea y abrieron un camino indispensable para iniciar la reconstrucción del tejido social. Hasta ese momento, las entidades culturales tenían un fuerte tinte político de izquierda y, en principio, fueron señaladas como auxiliadoras de la guerrilla. Se generó un gran y espontáneo acuerdo entre estas entidades, en el que el guión fundamental defendía la vida, la convivencia y el respeto por los ciudadanos ajenos al conflicto.
Se recuperaron territorios sin la utilización de armas, esgrimiendo la razón con lenguajes sencillos y significados profundos. La música, las artes escénicas, la poesía, la literatura, se constituyeron en formas de acuerdo social que sentaron las bases de los nuevos acuerdos de Medellín.
Resistencia cultural
En la comuna nororiental de Medellín se concentraron una buena parte de las bandas criminales de Pablo Escobar. En ese mismo territorio surgieron varios grupos artísticos conformados por jóvenes que realizaban intervenciones en las calles, desafiando a las bandas de criminales y a la fuerza pública, que intimidaban a la ciudadanía para que permaneciera en sus casas.
Una tarde de 1991, el grupo de teatro callejero Barrio Comparsa decidió desafiar a los violentos y se desplazó hasta el barrio vecino, rompiendo la frontera. Los sicarios que estaban apostados en las calles limítrofes no ejecutaron las órdenes de sus jefes y permitieron el paso de los artistas sin disparar ni una bala.
Algunos de los sicarios, sorprendidos por la intrepidez del acto, y percatándose de que esos personajes (montados en zancos y contrastando el rojo de las paredes de ladrillos con alegres vestuarios y maquillajes, retumbando con instrumentos de percusión, con pitos, clarinetes y gaitas) no eran sus enemigos, cambiaron su punto de vista: entendieron que sus hermanos y compañeros de colegio no eran sus adversarios, situación que les hizo aguzar los sentidos y, en muchos casos, entender el absurdo de la guerra que vivían.
Barrio Comparsa se hizo célebre y conmovió a la ciudad, porque ese recorrido continuó por todos los barrios de la ciudad y gestó un movimiento popular que existe hasta el día de hoy, tres décadas después.
El teatro de la ciudad Contaba con algo más de diez colectivos artísticos, que en pequeñas salas, ofrecían al público obras de dramaturgos clásicos y de creación colectiva, en las que la agrupación construía conjuntamente los textos, la escenografía, el vestuario y la producción. A pesar de los escasos espectadores, persistentemente los actores abrían a diario sus puertas construyendo el público de la ciudad.
Por esos días, desde un helicóptero, la mafia local distribuyó volantes en diferentes sitios de la ciudad. En estos anunciaban el establecimiento de un toque de queda. La persona que transitara por la ciudad después de las nueve de la noche sería asesinada. El teatro Matacandelas, ubicado en el centro de Medellín, programó la presentación de la obra Oh Marinheiro, de Fernando Pessoa, a las doce de la noche.
Esta convocatoria se hizo públicamente, mediante carteles y volantes. La sala se llenó. Esta pequeña fiesta ciudadana marcó la pauta para que los otros grupos, no obstante la escasa asistencia y la inexistencia de apoyo por parte del gobierno local, sostuvieran una oferta diaria durante los años oscuros de Medellín.
En esa misma época, un grupo de intelectuales convocó a los poetas locales y a varios de otras ciudades y países para una toma de las calles, en un festival que inmediatamente se constituyó en un pretexto para que la ciudadanía desafiara el enclaustramiento y, además, para canalizar el respaldo internacional de los poetas al pueblo colombiano. Hay que destacar el hecho de que, a pesar de las presiones a las que fueron sometidos por las fuerzas oscuras de la ciudad, la persistencia de estos ingeniosos hidalgos logró realizar en cada versión del Festival de Poesía una gran cantidad de recitales a los que asistieron hasta ciento veinte mil personas por año.
En medio de la desesperanza se confabularon, además de los artistas, investigadores sociales, comunicadores, antropólogos y otros intelectuales. Se combinaron las formas de lucha: los artistas comenzaron un largo proceso para la recuperación del espacio público y la transformación de los imaginarios populares, y los profesionales de las áreas sociales iniciaron vigorosos procesos de investigación, denuncia y consolidación de nuevos territorios del pensamiento para estudiantes, profesores y trabajadores, principalmente.
Entidades como Corporación Región y el Instituto Popular de Capacitación instauraron procesos de comunicación juvenil e invitaron a las comunidades a innovar, al tiempo que establecieron nuevos modelos de organización popular e impulsaron la participación política. La efectividad de sus acciones derivó en el asesinato y exilio de muchos de estos nuevos gestores del cambio, pero también en el afianzamiento de las organizaciones y en la interiorización de la certeza de que se estaba trabajando en el camino correcto.
También nacieron organizaciones que combinaron la creación artística con otras formas de transformación social. El trabajo con adultos mayores, con niños, con jóvenes en riesgo de vinculación a las organizaciones criminales, fueron el territorio en el que se gestó la Corporación Cultural Nuestra Gente. En el barrio Santa Cruz de la comuna nororiental de Medellín, en pleno centro de la guerra urbana entre los narcotraficantes y el Estado, hace 32 años, un grupo de jóvenes, con escasos recursos económicos y con una inmensa esperanza, se opusieron a las agobiantes circunstancias.
Desde el teatro, con el apoyo de la gente del barrio, de profesionales, de estudiantes y, en algunos casos, de empresarios, rompieron una histórica frontera establecida por las bandas criminales que agobiaban la zona. Casi de inmediato, los delincuentes, que en muchos casos fueron compañeros de colegio y vecinos de los integrantes de la Corporación, decidieron respetar el territorio de los artistas, y hasta el día de hoy, después de varias generaciones de delincuentes comunes, de bandas de narcotraficantes, milicianos y paramilitares, esta casa de color amarillo se constituyó en un territorio de paz, que ha trascendido en reconocimiento a Colombia y a muchos países latinoamericanos.
Un extraordinario mérito de Nuestra Gente ha sido su permanente disposición a compartir los conocimientos adquiridos y la constitución de una red que intercambia las experiencias de organizaciones similares en más de quince ciudades latinoamericanas.
Transcurridos varios años de este boom, muchas de las personas que ofrecieron parte de sus vidas a estos procesos se incorporaron al gobierno y a empresas del sector privado. Este fenómeno creó ambientes favorables a la utilización del arte como una efectiva herramienta de transformación social.
Muchas de las transformaciones que se implementaron en la ciudad como fruto de este proceso perviven. Medellín es una ciudad que asombra a los que la visitan desde otras ciudades y países. Su enorme diversidad, sus sistemas de transporte, el apretado pero innovador espacio público, la alegría y hospitalidad de sus habitantes han contribuido a que la ciudad sea hoy el segundo destino en turismo de negocios de Colombia y el tercero en vacacional. Esta fotografía contrasta dramáticamente con el incremento en la tasa homicidios, con la evidente corrupción de los entes de seguridad, con la des-institucionalización, la falta de credibilidad en el gobierno, la des-esperanza y en el miedo.
En algunas dimensiones de Medellín nos vamos pareciendo cada vez más a ciudad Gótica, un helicóptero ronda permanentemente nuestro cielo persiguiendo a los criminales, el pago de vacunas (Extorsión a comerciantes y habitantes en general) es generalizado, la des-esperanza nos invade y puede retornarnos a la una pesadilla como la de los años noventa.
Es imprescindible que cambiemos el guión, que enfrentemos los nuevos problemas con fórmulas nuevas, el reto lo tienen las organizaciones, las instituciones, las empresas y la ciudadanía. Las elecciones son un mecanismo que consolida los liderazgos que más influyen en el ecosistema de la ciudad, no podemos elegir otro sheriff, la formula del miedo es vieja y ha demostrado ser (literalmente) nefasta para nuestra ciudad.